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LA CAIDA DE UN REY
Las puertas de la ciudadela ceden al fin. Tras numerosos hechizos ofensivos, fragmentos de roca lanzados desde las catapultas y golpes de ariete, al fin las defensas de la fortaleza del Rey Exánime ceden bajo vuestra presión.
Ansías entrar ya en la fortaleza, pues te embargan la emoción y la sed de venganza, y ¿por qué no decirlo? También la incertidumbre y el miedo a morir. Quién sabe las atrocidades que esconde la fortaleza maldita.
Mas a pesar de tu ímpetu, debes esperar un poco más para pisar la fortaleza enemiga. Tu pelotón forma parte de la tercera avanzadilla y tu turno para entrar en acción aún no ha llegado.
Los primeros valientes toman la fortaleza y escuchas sus gritos al viento imperando vigor a la Luz o a cualquiera de sus credos. Te unes a dicho clamor, sintiendo el fragor de la batalla en tus miembros y tiemblas por la emoción contenida.
Alguien posa una mano enguantada sobre tu hombro cubierto por una prenda de cuero boreal. Una sonrisa amable responde a tu mirada sorprendida.
—Tranquilo, pronto llegará nuestro turno. —Observas la determinación del mago titilando en sus pupilas. Él también está ansioso, pero lo disimula mejor.
Inspeccionas a tu alrededor y aciertas a ver al fondo a aquel guerrero pelirrojo que buscó refugio en Kalimdor tras ver su aldea arrasada a manos de la Plaga. Junto a él se encuentra una veterana sacerdotisa de las sombras, enrolada en la misión para vengar a su hermano pequeño, asesinado a manos de Arthas años atrás. Delante de ti encuentras a una pareja de hermanos cuya profesión y andanzas no despiertan mucha simpatía entre tus congéneres. Cierto es que los pícaros a menudo son tachados de rateros o traidores, pero su particular sigilo y el veneno de sus hojas son algo de lo que no deberíais prescindir si os ayudan a ganar la batalla. Cada uno porta un motivo para estar junto a ti en esta incierta contienda, cada uno ostenta una razón por la que luchar. Nobles o ambiciosos ideales son los que empuñan sus armas, mas no recae sobre ti la tarea ni el derecho a juzgarlos.
Observas, con un inesperado pálpito en el pecho, a ese particular grupo de soldados que hasta hace poco te era totalmente ajeno, una partida de desconocidos que luchaban a tu lado, cuyo pasado o presente poco te importaban al principio, pero las circunstancias te han hecho cambiar de pensamiento.
Has combatido junto a ellos, les has visto triunfar y les has visto caer. Has oído sus historias junto al fuego mientras un cuenco de sopa caliente intenta reconfortar vuestro espíritu tras la batalla. Has escuchado sus lamentos, sus inquietudes, sus esperanzas, sus sueños y sus tareas inacabadas, sus planes para su añorado regreso al hogar.
De este modo, esa pandilla de desconocidos se ha abierto paso en tu corazón, se han convertido en parte de tu familia, de tus hermanos. Sabes que no todos regresaréis con vida, que probablemente la mayoría caigáis bajo las despiadadas bestias que se esconden al otro lado, pero os habéis jurado lealtad y avanzaréis hacia la victoria, hasta que las fuerzas os abandonen o hasta que el último hálito de vida escape de vuestro dominio. Lucharéis y moriréis como hermanos, por vuestros ideales, por la Alianza. Por Azeroth.
Cuando todo esto os une, la diferencia de raza se diluye como un detalle sin importancia. Humanos, enanos, elfos y draeneis. ¿Acaso importa cuando todo lo demás os aúna como un verdadero pueblo?
Un nudo se apodera de tu garganta al concluir semejante disertación interna y, por fortuna, notas que desaparece cuando las filas que te preceden comienzan su desfile hacia el interior de la fortaleza, portando sus escudos y estandartes tan fervientemente como si aferraran su propia vida.
El cielo brumoso desaparece de tu vista y las paredes de mármol negro azulado se dibujan frente a tu panorama. Te adentras en una fortaleza construida con detalle en la piedra, esculpida con orgullo por un arrogante regente que ansía la gloria y la hegemonía. La estancia está iluminada con llamas cobalto, un azul tan gélido y brillante que absorbe todos tus pensamientos. No es la primera vez que lo has presenciado. Las runas de la Agonía de Escarcha refulgen con el mismo resplandor helado, así como los ojos de su inclemente portador.
Te evades de su terrible recuerdo y observas la plaza que se abre frente a ti. Parece que la entrada a la fortaleza ya ha pasado al control de la Alianza. Los soldados combaten en pequeños grupos, luchando contra arañas gigantes de Nerub’ar y brujos esqueléticos. La mayoría de sus cadáveres cubren ya el terreno y vuestros generales se reúnen para tomar posiciones y organizar las líneas de ataque.
El mago avanza por tu izquierda, observando complacido cómo los vuestros ya están levantando un campamento en la misma entrada para asentar las reservas de munición y comida o crear un lugar de hospicio para los futuros heridos. Parece que los más ilustrados ya están apodando la zona como “Martillo de la Luz”. “Inspirador”, asientes para tus adentros. Fe y patriotismo es lo que necesitáis al adentraros en ese infierno helado, no te cabe la menor duda.
Intentas acercarte a los generales para escuchar sus impresiones y recibir órdenes de inmediato. Parece que la diversión ha quedado a cargo de tus precursores y a ti también te apetece intervenir cuanto antes. Aferras con la diestra tu arco fabricado con materia del mejor robledal de Vallefresno, sintiendo cómo su textura te acaricia con mimo la palma, incitándote a utilizarlo. Hasta jurarías que sientes el siseo de las flechas susurrándote al oído, pero probablemente tu ímpetu está distorsionando tu realidad más cercana.
Al acercarte distingues a una figura imponente que destaca entre la multitud. Le reconoces de inmediato y ahogas una exclamación de asombro. ¿El rey Varian ha venido a combatir en persona? Soberana temeridad, ¿por qué el monarca de Ventormenta se expondría de ese modo?
Parece que no eres el único que considera inapropiado que el rey en persona acuda a la avanzadilla, pues Tirion y un numeroso grupo de altos cargos parecen intentar persuadirle.
—El continuo sacrificio del Venedicto Cinéreo y de los héroes como vosotros nos acercan a todos a la victoria final. He venido a la Ciudadela de la Corona de Hielo para prestar mi ayuda a aquellos que luchan contra la Plaga. ¡Juntos acabaremos con la tiranía del Rey Exánime!
—Con el debido respeto, alteza, podemos hacerlo solos —replica nervioso uno de los generales, más preocupado por la seguridad de su rey que por la osadía de rebatir sus decisiones.
—¿Dices que podéis hacerlo solos? ¿Esto que veo ante mí es pura necedad o confianza infundada? —Varian medita unos instantes. El silencio le envuelve, nadie se atreve a interrumpir al rey en sus pensamientos, y menos cuando está considerando una decisión que atañe a su propia vida. Finalmente os devuelve la mirada y se rinde al buen juicio—. No, lo veo en vuestros ojos. Tenéis que demostrar que podéis hacerlo solos. Me retiraré del campo de batalla si así lo deseáis. Os hará falta algo más que valor para derrotar al Rey Exánime.
Los generales asienten agradecidos de que su rey haya entrado en razón, sabiendo que se encontrará cerca si necesitan de sus servicios. De nuevo se reúnen para dar las primeras instrucciones, Tirion se aproxima a Muradin para compartir sus estrategias. Tras asentir y disentir en varias ocasiones, el recto paladín se separa de sus consejeros y se adelanta entre la multitud. Todos esperáis sus instrucciones, todos esperáis un nuevo discurso alentador y Tirion os devuelve con creces vuestras expectativas. Su pecho se hincha y su mensaje enardece sus principios. Su voz suena clara y sin titubeos. La Crematoria reluce proba en su diestra.
—Esta es nuestra batalla final. El paso del tiempo se hará eco de lo que aquí ocurra. Sin importar el resultado, sabrán que luchamos con honor. ¡Que luchamos por la libertad y la seguridad de nuestro pueblo! —La multitud asiente orgullosa y complacida por este reconocimiento de su superior—. Recordad héroes, el miedo es el mayor enemigo en estas cámaras infectas. Fortaleced vuestro corazón y vuestra alma brillará más que mil soles. El enemigo vacilará al veros. ¡Caerán en cuanto la luz de la rectitud los envuelva! —Un grito de júbilo corea sus palabras—. ¡Marchemos hacia la Ciudadela de la Corona de Hielo ahora!
Conseguido el efecto deseado. Los ojos de tus compañeros relucen con esa renovada esperanza y su determinación aflora en la superficie. Nadie puede negar que Vadín es un gran orador. Una trompeta se une al ritmo del tambor para que las filas comiencen su avance, pero antes de adentrarse en el corazón del corredor, la marcha se ve interrumpida. El eco de una voz perversa reverbera entre los muros intentando demoler vuestra euforia.
Un sonido gélido e inconfundible. La inmisericorde voz de vuestro enemigo. Arthas.
—Ahora estás sobre la tierra sagrada de la Plaga. La Luz no te protegerá aquí, paladín. Nada te protegerá.
El eco reverberante proyecta su voz en todas las direcciones. Un silencio sepulcral sigue a esa última advertencia. Aunque el mensaje no se dirige personalmente a ti, tu pecho se ha sobrecogido por instinto, y un nudo ha anidado en tu garganta. Carraspeas para desterrar esta sensación de angustia que te envuelve por el simple hecho de escuchar la malévola voz del Rey Exánime. Observas a tus compañeros y compruebas que comparten tu miedo, delatado en su semblante rígido. Mal empezamos si su sola voz en la distancia os sobrecoge.
Por fortuna, las amenazas del Caballero de la Muerte no amedrentan a vuestro paladín líder. Tirion responde sin vacilar, encarándose contra un rostro que se esconde entre las cámaras de la fortaleza y su grito resuena despejando las tinieblas.
—¡Arthas! ¡Juré que te vería muerto y a la Plaga desmantelada! ¡Acabaré lo que comencé en la Esperanza de la Luz!
—Podrías haber sido el mejor de mis campeones, Vadín —se burla Arthas en la distancia—. Una fuerza oscura que asolaría el mundo y lo llevaría a una nueva era de conflictos. —La voz siniestra hace una pausa, deleitándose con la terrible realidad que pretende revelaros—. Pero ese honor ya no te pertenece. Pronto tendré un nuevo campeón.
El gélido regente ríe en la oscuridad. Sus pérfidas carcajadas te hielan la sangre tanto como imaginar su presencia frente a tus ojos. Arthas revela sus intenciones ante vuestros oídos, deleitándose por la crueldad de sus planes.
—El adiestramiento ha sido agotador. Las atrocidades que he cometido sobre su alma… —Suspira profundamente, emulando un falso pesar—. Ha resistido tanto tiempo, pero pronto se inclinará ante su Rey.
Una voz desgarradora grita desde lo más profundo de las cámaras, tal vez a poca distancia del Rey Exánime.
—¡Nunca! Nunca… te… serviré…
Una estaca helada golpea el corazón de quienes reconocen a su propietario. Se cubren el rostro horrorizados, mezcla de la sorpresa de saberle con vida y la agonía y la compasión de imaginarle capturado y torturado por el infame portador de la Agonía de Escarcha. Sabes que Arthas no miente, las atrocidades cometidas sobre su prisionero de seguro habrán sido cruentas y abominables.
El mago posicionado a tu lado contiene la respiración.
—Bol-Bolvar —tartamudea sin dar crédito, sin poder evitar que una lágrima solitaria resbale por su mejilla petrificada. Reconoces ese nombre de inmediato, a pesar de que no tuviste el honor de conocerle en persona, pues te uniste a la batalla después de los eventos acontecidos frente a la Puerta de Cólera. Tal vez por eso aún sigas con vida, pues escasos fueron los supervivientes de aquel encuentro.
Pero has escuchado la historia de manos de tu compañero hechicero, que sobrevivió por encontrarse atacando en la distancia desde el Bastión de Fordragón, invocando elementales y ventiscas sobre el enemigo, sin poder hacer otra cosa más que mirar horrorizado cómo la balanza a vuestro favor os abandonaba, viendo cómo todos sus compañeros morían a manos de la traición de los Renegados.
Bolvar Fordragón fue el general que comandó aquella expedición de ataque contra la muralla que cierra el paso entre Cementerio de Dragones y Corona de Hielo. Aunque el general peleó bien contra las abominaciones, vrykuls y demás seguidores de Arthas, nada pudo hacer ante el pestilente veneno arrojado a traición por un grupo de Renegados, que exterminó a todo vivo y muerto que allí se encontraba. Los dragones del Vuelo Rojo acudieron de inmediato, y sus llamas se cernieron sobre el gas venenoso para neutralizar sus efectos. El fuego barrió aquel escenario, calcinando lo poco que quedaba de los cuerpos inertes de los caídos.
Por ello era imposible que nadie que se encontrara sobre el terreno hubiera sobrevivido al encuentro. Era imposible que Bolvar hubiera soportado con éxito el veneno y posteriormente las llamas. Su voz desgarradora en el interior de aquella fortaleza sólo podía tener una explicación: Arthas había levantado el cuerpo inerte del paladín y le había obligado a unirse a sus filas, a obedecer sus órdenes, como había hecho con sus anteriores víctimas. Arthas era un sádico que disfrutaba más obligando a sus detractores a servirle que acabando con sus vidas. Y así nos recuerda la irrefutable verdad: si caemos ante él, pasaremos a formar parte de su ejército sin voluntad.
—Al final, todos me serviréis… —sentencia con una voz que ahoga toda esperanza, y su influjo desaparece evadiéndose en las sombras.
Muradin se dirige al paladín confuso:
—¿Podría ser, Lord Vadín? Si Bolvar está vivo tal vez haya esperanza para la paz entre la Alianza y la Horda. ¡Debemos alcanzar la cima de este lugar y liberar al paladín!
—¡Por la Luz, que así sea! —responde Tirion complacido, deseando reencontrarse con su fiel compañero, aunque por la rigidez de su puño y su semblante crees que teme el estado en el que le encontrará, sea lo sea lo que quede de él.
Muradin se dirige entonces a su séquito de enanos.
—¡Preparad el Rompecielos para un asalto aéreo sobre la Ciudadela! —Los enanos se ponen manos a la obra y salen de la fortaleza en busca del barco volador de la Alianza. El general enano se dirige entonces al resto de tropas de la Alianza, a todos vosotros—. Héroes, debéis abriros paso hasta un punto de recogida despejado en Corona de Hielo. ¡Intentaremos quedar en las murallas!
Perfecto. Vuestra misión ya ha sido proclamada y asientes satisfecho. La sangre congelada en tu pecho parece volver a fluir mientras el recuerdo de la voz de Arthas se desvanece en el tiempo. Vuestra tarea está clara: despejar el camino cuanto antes para que los mejores guerreros sean capaces de llegar hasta el Trono Helado. Esperas ser uno de los afortunados, aunque en realidad te debates entre la gloria de hacerle frente y el miedo que paraliza tus huesos al imaginarlo, comandados por tu juicio y tus instintos de supervivencia. No importa, ya acallarás a la voz de la razón que guía tu naturaleza cuando llegue el momento.
Los generales se marchan rumbo al barco volador y vosotros os ponéis en marcha. El mago suspira hondo y a continuación bebe de un tónico guardado en su zurrón. Con un cruce de miradas fugaz te lo ofrece. Aceptas el obsequio y bebes un gran trago, aunque ahora mismo hubieras preferido que contuviera un buen chorro de licor, en lugar de un elixir vigorizante.
Tensas la primera flecha. Directa al pescuezo de ese deforme nerubiano maldito, que gime agonizante al caer privado de su existencia.
FIN
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